Retratos que transparentan el alma de la mujer madeirense
Delia Meneses / Correio de Venezuela
El lente de la luso-venezolana Guida Rodríguez capturó la esencia de la cultura regional con imágenes que revelan la idiosincrasia, el carácter y la autenticidad de su gente
Guida Rodríguez retrata a Madeira desde adentro. Se atrevió a mirarla desde una perspectiva diferente. No porque fuese un espacio ajeno, sino porque siendo esa la tierra de sus padres se atrevió a desentrañar con sutileza la ficción de su cotidianidad. El lugar que por años fue su destino recurrente para vacacionar, se le antoja también un sitio por redescubrir.
De ascendencia luso-venezolana, Guida lleva consigo la doble identidad de una cultura que fusiona la melancolía de la isla y la alegría de los latinos, rasgos que quizás le valieron para retratar con asombro la estampa más genuina de la idiosincrasia madeirense, con todo su modo de ser y el temple de una tierra cuyas mujeres reflejan en sus rostros espíritu de aceptación, trabajo incansable y una existencia alejada de la vanidad.
Guida es odontóloga infantil de profesión. Cuenta que disfruta la conexión con sus pacientes y hacer que los niños confíen en ella. Desde que emigró a Miami hace dos años ya no ejerce su carrera. Ahora trabaja con vinos, una actividad que tilda de sensorial, como también lo es su otra pasión: la fotografía. Recuerda que de pequeña era ella quien tomaba las fotos de la familia y en los viajes en grupo la que disparaba los flashes. Ya adulta hizo varios cursos básicos y luego estudió con Roberto Mata.
Un problema de salud de su madre la trajo de vuelta a Madeira y durante este tiempo su lente pudo desentrañar el temperamento que se esconde detrás de una isla solaz, expuesta a la mirada de turistas que fisgonean cuanta coquetería ofrenda el archipiélago de familias amables pero nostálgicas.
Su ensayo fotográfico, elaborado en medio de la pandemia que sacude al mundo, mira con nitidez la herencia agrícola, pesquera y el oficio del bordado que irriga la región por sus cuatro costados. Retrata también el arte de producir cestas de mimbres y panes amasados y horneados en casa.
Cada imagen es una pieza única que muestra, por ejemplo, a una señora de 82 años que sigue bordando en el piso, flanqueada por su perro; a una abuela de 87 años calzada con botas de hule y en su labor de escarbar la tierra para cosechar papas con una hoz en la mano o una mujer sentada en una cocina sencilla cuya mesa se exhibe engalanada por un mantel con bordado Madeira.
Lejos de la Madeira de mayor encanto, la de casas señoriales y paisajes fuera de lo común, coexiste esta Madeira auténtica, rudimentaria, que transcurre en el interior de las casas, en sus patios y plantaciones domésticas que parecen reservadas a los nativos. Porque los madeirenses son también personas guardadas, recelosos de su vida privada y poco dispuestos a compartir el universo que los circunda puertas adentro.
Con ese escenario en contra y con el dominio del inglés a su favor, Guida debió calzarse los zapatos de un viajero para hacerse pasar por una turista americana y poder capitalizar la sonrisa más genuina de los nativos. «Solo fingiendo que era extranjera, las mujeres madeirenses accedieron a ser fotografiadas y me regalaron su sonrisa más honesta y sincera. De otro modo, diciendo que era venezolana o portuguesa, no habría conseguido hacer este trabajo».
En una imagen se ve a una anciana que riega un huerto ataviada con un vestido de cuerpo entero que apenas deja al descubierto sus antebrazos y un pañuelo con el que cubre su cabeza. La agilidad con la que parece desempeñar su labor contraría la sobriedad de sus ropas y la inclinación irremediable del tiempo a sus casi 90 años.
El gusto de Guida por Madeira no es fortuito. De a ratos se sabe más portuguesa que venezolana y se confiesa admiradora de sus paisajes. Además, en Cámara de Lobos, reposa la Quinta da Saraiva, la casa de sus abuelos maternos ahora convertida en una posada rural.
Cuando decidió emigrar a Miami con su familia, la fotografía se convirtió en una suerte de tabla de salvación. «Me vine con el corazón en la mano, en dos años me mudé cuatro veces. Tenía sensación de guayabo», recuerda.
Cuenta que abrieron el taller de Roberto Mata en Miami y empezó tímidamente a estudiar fotografía. Fotografiar la ciudad le ayudó a adaptarse a su nuevo entorno. A la vez que recorría sus calles y captaba atardeceres con su lente también ganaba un espacio de meditación, un momento para conectarse con la luz, con el agua y con el viento. En su cuenta de Instagram @picsbyguida comparte muestras de su trabajo.